El sol brillaba con fuerza aquella mañana de verano, y el sonido de las olas rompiendo suavemente en la orilla creaba la banda sonora perfecta para una escapada romántica. Mi pareja y yo decidimos que era el día ideal para desconectar de la rutina y disfrutar de un día en la playa.
Al llegar, nos encontramos con una hermosa playa de arena dorada, donde la brisa marina acariciaba nuestro rostro. Con una sonrisa y un par de toallas bajo el brazo, encontramos un lugar ideal cerca del agua. Desplegamos nuestras toallas como si fueran dos pequeñas Islas de felicidad y nos instalamos.
La primera misión del día fue la de refrescarnos. Nos lanzamos al agua, riendo y chapoteando, mientras las olas nos envuelven y nos llenan de alegría. Después de un rato de juegos salados en el mar, decidimos que era hora de reponer energías con un buen almuerzo.
Caminamos hacia un chiringuito colorido que se alzaba justo en la orilla, prometiendo delicias frescas. El menú era un festín de sabores del mar y, tras discutir algunas opciones —y con la complicidad de una buena sangría— elegimos dos platos de paella que hacían agua la boca. Mientras esperábamos, nos relajamos bajo la sombra de un palapa, compartiendo risas y recordando anécdotas de nuestra relación, como aquella vez que casi perdemos la sombrilla en una tormenta de viento.
Cuando la paella llegó a la mesa, nuestras papilas gustativas hicieron fiesta. Los sabores eran un abrazo cálido en cada bocado, llenos de mariscos frescos y un toque de limón que alegraba el paladar. Después de la comida, no pudimos resistir un postre: ¡flan casero! A cada cucharada le llamamos “la becada” porque, definitivamente, nos regaló una deliciosa siesta.
Con el estómago contento y una sonrisa en el rostro, decidimos dar un paseo por la orilla, tomando de la mano y dejando que el mar acariciara nuestros pies. La tarde llegó, y el cielo se pintó de tonos anaranjados y rosados, un verdadero espectáculo que parecía ser obra de un pintor romántico.
Finalmente, nos acomodamos en la arena para contemplar la puesta de sol. Les robamos a las luces del cielo un par de fotografías, llenas de risas y miradas cómplices. Al ver el sol esconderse en el horizonte, nos dimos cuenta de que esos momentos simples son los que realmente importan.
Al regresar a casa, cansados pero felices, sabíamos que ese día en la playa había sellado aún más nuestra conexión. La arena en nuestros zapatos y el aroma a sal en nuestro cabello eran testigos de un día espléndido, que esperamos repetir pronto. ¡Viva el amor y los días de playa!
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