Era una cálida tarde de verano cuando Lucia se sentó junto a su abuela en el porche de la casa familiar. Lucía adoraba pasar tiempo con su abuela y escuchar las historias llenas de sabiduría que ella compartía.
"Abuela, ¿me puedes contar otra historia?", preguntó Lucía con ojos brillantes.
La abuela sonrió y comenzó a relatar:
"Hace muchos años, cuando yo era una niña como tú, tuve una amiga muy especial. Su nombre era María y desde que nos conocimos en el primer día de escuela, fuimos inseparables. Jugábamos juntas en el patio, compartíamos nuestros almuerzos y pasábamos horas conversando sobre nuestros sueños e ilusiones."
"Un día, cuando teníamos 10 años, María se mudó a otra ciudad con su familia. Recuerdo lo triste que me sentí al despedirme de ella en la estación de trenes. Pensé que nuestra amistad había llegado a su fin."
"Pero, Lucía, te voy a contar un secreto. Aunque María ya no estaba físicamente conmigo, nuestro lazo de amistad permaneció intacto. Nos escribíamos cartas regularmente y nos visitábamos cuando podíamos. Compartíamos nuestras alegrías y nuestras penas, y siempre nos apoyábamos mutuamente
"Esa amistad, mi querida Lucía, se convirtió en un tesoro invaluable para mí. Incluso ahora, a mis 80 años, recuerdo a María con gran cariño y sé que ella también me recuerda con el mismo afecto.
La abuela tomó las manos de Lucía y concluyó: "Las amistades verdaderas son un regalo precioso. Ateséralas, cuídalas y nunca las tomes por sentado. Serán un sustento y apoyo a lo largo de tu vida, incluso cuando la distancia o el tiempo las separe.
Lucía asintió con la cabeza, comprendiendo el valor de las amistades que su abuela le había enseñado. Desde ese día, Lucía aprendió a cultivar y valorar cada una de sus amistades, sabiendo que serían un tesoro que la acompañaría por siempre.
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